viernes, 21 de abril de 2017

Silencio

Ángel tenía solamente diez años cuando vendió el ejemplar de Silencio que había heredado de su abuelo. En su casa el dinero entraba a duras penas y un tasador valoró aquella copia por trescientas mil pesetas. Cuando se despegó de aquellas líneas, de su lomo raído, de las hojas gastadas de tanto leerlas, notó como una parte muy profunda de su ser se resquebrajaba. Nada mas se separó de aquel extraño comprador, creyó olvidar la historia, sus personajes, las aventuras que vivían. Volvió a casa mas pronto que tarde y, dejando que Barcelona se despertarse de una noche tempestuosa, empezó a escribir lo que aún recordaba. Pero faltaba algo, la magia que desprendía aquel libro, la luminiscencia que había alumbrado aquella senda tan inconexa se había evaporado y aún se hallaba a medio camino, perdido, ahora ya si a oscuras. Se notó vacío y solo. Había traicionado al  único y primer gran amigo que había tenido por el sucio dinero. Notó como si le quemase en el bolsillo. Lo sacó, recuperó uno de los sobres de su padre, y lo metió dentro. Escabulléndose entre las sombras del piso, se deslizó silenciosamente hasta depositar el dinero dentro de la chaqueta de su madre. Volvió a su cama, aún con lágrimas en los ojos. Intentó conciliar un sueño que nunca llegó y dejó que un profundo y agonizante dolor en el pecho le martirizase, le recordase lo ruin que había sido con aquel tomo que le había acompañado durante tantas noches en vela. Y murió, sin él quererlo, una parte muy profunda de su ser, aquella inocente y despreocupada, que cree que la luna se puede comprar y que la noche se puede parar. Vivió eternamente preocupado por el dinero, infeliz, hasta que una mañana entendió, cuando era ya demasiado mayor, que no hay mejor tesoro que la libertad y los protagonistas del primer libro que uno lee a la temprana edad de los diez años. 

Miradas vacías

Cada cual enfoca su vida desde una perspectiva u otra, lo que nos convierte a todos en una realidad, con muchísimos matices, con infinidad ...